CINE: Crítica de la película más provocadora de 2019: "MIDSOMMAR"

Por Lucas Manuel Rodriguez


EL TERROR NO ESPERA A LA NOCHE

Los largometrajes de Ari Aster han generado juicios controvertibles en muchos espacios de dialogo sobre cine. Nadie pone en duda sus destrezas con respecto a su puesta de cámaras, pero no se puede decir lo mismo de su puesta en escena; la progresión narrativa de planos y el modo en el que cuenta sus historias, las mismas que son sometidas a la duda constantemente.
El ejemplo absoluto es Hereditary, su debut cinematográfico en dirección. Difícilmente se cuestiona el preciosismo en la composición de imágenes y su forma de elaborar situaciones dramáticas en momentos cotidianos inesperados, al desglosar los estadios actorales de ciertos personajes en particular. Ahora, con los aspectos descriptivos, el “de qué trata la película”, se entra al territorio más polémico de la obra, justamente porque se reserva la explicitación de la trama para sus últimos minutos.
Para bien o mal, este nivel de decisiones por parte del director transforma a la noción genérica de sus películas en algo desapercibido, o al menos en apariencia. A todos los espectadores les queda claro que son películas pertenecientes al género de terror, con cierta combinación de intrigas y misterios, lo que resulta desafiante es dilucidar por qué lo son. Sumado a esto, las declaraciones de Aster con respecto al tema de géneros cinematográficos poco han ayudado, y si nos la tomamos en el sentido más literal posible, estas brillan por su torpeza.
El concepto de autor ha sido tergiversado incluso desde que los cronistas apasionados de la revista francesa Cahiers du Cinéma, durante la década de 1950, para reivindicar la obra de directores hollywoodenses como Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Otto Preminger, Vicente Minelli, Jacques Tourneur y Samuel Fuller. Todos realizadores de cine de género, con su propio sello autoral, pero que no ponían su personalidad creadora por encima de la tradición de sus fabulas propiamente dichas.
Por lo que es pertinente preguntarnos, ¿tiene Ari Aster dominio de los géneros que aúna, o los suprime a raíz de una arrogancia pretenciosa e ineficaz? Suscribiremos, al menos en el caso de Midsommar, en beneficio de los fundamentos que sostengan lo primero.
Vivimos en la era de “entendí la referencia”, al mejor estilo del Capitán América en la primera Avengers. Todos identificaron a Midsommar como una película reminiscente a The Wicker Man (Robin Hardy, 1973), ya sean los espectadores que la vieron o los que no la vieron. En los últimos diez minutos de dicho film, se expresa un notable esfuerzo por volver todo dispositivo con potencial simbólico en algo alegórico: los antagonistas revelan el significado de todas sus fechorías para despistar al protagonista y dejan a todo posible mensaje cifrado al descubierto. Se entiende todo y la película se reduce a una crítica directa a las tradiciones religiosas paganas de Europa de esos tiempos, al margen de que las ambientaciones y la excentricidad en su devenir generen fascinación y cedan paso a repetidas visitas por parte de aficionados y profesionales del Séptimo Arte.
Midsommar es un film con alegorías. Un ejemplo de ellas está en su aplicación del mitologema de la primera sangre, explicitado y reducido a un primer acto sexual, como es el que se presencia en su tercer acto. Un contraejemplo de esto, si queremos, lo tenemos en El Silencio de los Inocentes, cuando Clarice Starling (Jodie Foster) resulta dañada por una astilla en su pierna durante su primera experiencia como investigadora del FBI; su sangre derramada tiene una justificación ajena al coito sexual, aunque la progresión de situaciones le permite a esa sangre a elevarse –operativa, y no especulativamente- de manera simbólica.
La segunda película de Ari Aster también se ocupa ser constantemente clara con el transcurso de sus eventos. Ya sea al ilustrarnos con una sucesión de dibujos impresos en madera, o al aclararnos que hay vello púbico en la comida de un personaje esencial para la trama. Pero al contrario de Hereditary y The Wicker Man, en Midsommar estos índices se van presentando de manera paulatina y no abrupta.
No es necesario comprender el modus operandi del alter mundus (entiéndase, por supuesto, que hablamos de esa comunidad sueca en la cual transcurre la mayor parte de la obra) representado por fuera de la película. De la misma forma, tampoco son azarosas las motivaciones de los protagonistas al prolongar su estadía en la locación, cuando lo más sano, realista, moral y verosímil hubiera sido abandonarla después del primer día de hospedaje.
Podríamos extendernos en una nota con spoilers, no debería ser un problema a estas alturas del año, a casi dos meses de que Midsommar ha sido vista por quien escribe, gracias a la confianza depositada por la presente revista digital. No obstante, haremos la siguiente invitación a quienes hayan llegado a la lectura del presente párrafo. La película en cuestión tiene por lo menos dos hermanas espirituales realizadas de manera paralela. Una es Glass y la otra es Claudia. Hay tres aspectos en los que las dos coinciden acérrimamente: primero, porque transcurren mayormente en una locación contenida; segundo, por sus oposiciones a la cultura de la influencia que “solo” nos demanda la suspensión de nuestras resistencias sagradas; y tercero, último y no menos importante, las tres han sido altamente cuestionadas por su supuesta ineficacia a la hora de proceder dentro de sus respectivos géneros.
Una vez hecho esto, si se quiso y se pudo, vale plantearse las siguientes dudas: ¿Qué personajes comprendieron realmente las reglas del juego establecido?, ¿Cuáles salieron realmente victoriosos?, ¿en representación de qué están realmente, es esto tan claro y unilateral como parece serlo?
Nuestra mayor sospecha es que el prodigio en Midsommar no es solo técnico, también es estético, y esto, repetimos, no podemos sentenciarlo al analizar la película anterior de Aster.

10 de 10


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