CINE: Reseña de ‘GOOD BOY’

Por Matías Vitali

Good Boy: Cuando la gran idea no alcanza. En un año particularmente fuerte para el cine de terror, con estrenos que renovaron y elevaron el género, Good Boy llegaba con altas expectativas. Su propuesta parecía fresca: otra historia de casas encantadas, sí, pero narrada desde una perspectiva muy poco explorada: la de un perro. Solo ese punto de partida ya generaba curiosidad en el público y en la crítica, prometiendo un giro original dentro de un subgénero bastante transitado.

La trama sigue a un hombre que, atravesando una enfermedad delicada, decide mudarse temporalmente a la casa de su fallecido abuelo Y ¿dónde está esa casa? Sola en medio de un bosque. El entorno sigue funcionando y es perfecto para generar una atmósfera enrarecida: aislamiento, silencio, naturaleza salvaje. Un escenario ideal para la construcción de un terror pausado y sugestivo, aunque también (y esto se nota desde temprano) algo previsible en sus mecanismos.

La gran apuesta de Good Boy es contar la historia desde el punto de vista de un perro. No se trata de un plano subjetivo (una elección muy acertada), sino que se utiliza un ángulo contrapicado que nos ubica a la altura de sus ojos, logrando una identificación sensorial con la mascota, pero sin perdernos de su expresividad (Lo estelar de esta película). Otro acierto es que las caras humanas nunca se muestran: un recurso inquietante que mantiene la mirada centrada en el animal y que, al mismo tiempo, potencia la sensación de extrañeza.

El problema aparece cuando la película parece agotarse en su propia idea. Lo que en principio es un concepto brillante, empieza a volverse repetitivo. Durante casi toda su hora y cuarto de duración, el principal recurso para generar tensión es ver al perro reaccionando ante ruidos que su dueño no percibe. Ese mecanismo, efectivo en un corto o mediometraje, se desgasta en un largometraje. Por momentos, la historia se estanca y la atmósfera, en lugar de intensificarse, se vuelve monótona. Lo irónico es que, a pesar de su breve duración, logra aburrir en algunos pasajes, como si la película se hubiese quedado sin variantes demasiado pronto.

A esto se suma un tratamiento irregular de los diálogos: si bien contienen pistas valiosas sobre el trasfondo de la trama y ayudan a completar la información que el perro no puede “contar”, en varios momentos se vuelven excesivamente expositivos y redundantes.

Las escenas que podrían haber sido verdaderamente inquietantes quedan apenas esbozadas. La secuencia inicial ya anticipa esa sensación de “gusto a poco”: plantea un clima prometedor, pero no se anima a desarrollarlo en profundidad. Lo mismo ocurre en el clímax, que no alcanza el impacto esperado y se queda a mitad de camino entre la tensión y la mera incomodidad.

El desenlace, por el contrario, funciona mejor: es angustiante, contundente y deja una buena impresión final. También hay que mencionar que la película funciona muy bien como metáfora del miedo a la muerte y al más allá, una lectura que potencia la propuesta y le da una capa adicional de profundidad. Además, cerca del final aparece un giro narrativo que, sin ser revolucionario, le suma puntos a la experiencia y deja al espectador con una sensación más completa.

Y hay que decirlo: el mayor logro de Good Boy es su protagonista canino. La expresividad que transmite el perro es notable, mérito tanto del animal como de la dirección, que consigue construir gran parte de la narrativa sin depender del lenguaje verbal.

Good Boy es una gran idea atrapada en un guion que no termina de sostenerla. Tiene momentos inspirados y decisiones formales inteligentes, pero le falta desarrollo narrativo y variedad de recursos para que esa idea brille de verdad. Aun así, es una película que termina siendo disfrutable, sobre todo por su enfoque original, su lectura metafórica y la sensibilidad con la que está construida. Es una propuesta que como corto podría haber sido excelente… pero que como largo, se queda a medio camino. 

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