TEATRO: Reseña de «LA NARANJA MECÁNICA»

Por Guido Rusconi

Adaptar una obra literaria a otro tipo de arte siempre constituye una tarea difícil, y más aún si dicha obra ya tiene una representación tan icónica como es La naranja mecánica en su versión cinematográfica, que dirigiera Stanley Kubrick en 1971. Sin embargo, la obra de teatro que vuelve a contar la historia de Alex DeLarge logra escapar airosa de toda comparación injusta que pueda hacerse entre dos formatos tan distintos.

Con la dirección general y puesta en escena de Manuel González Gil y la dirección musical de Martín Bianchedi, la obra nos muestra la ya conocida historia basada en la novela de Anthony Burgess: un grupo de jóvenes londinenses adictos a la ultra-violencia desatan el caos en una ciudad que ha perdido su faro moral, hasta que su líder Alex es apresado y torturado psicológicamente en pos de su “recuperación”. En ese aspecto la adaptación teatral no innova demasiado, aunque inevitablemente desde la perspectiva del lenguaje utilizado hay un cambio bastante grande, que quizás sea uno de sus puntos débiles. No tanto por el guión en sí, sino porque la obra no se decide por un tono dialectal consistente. Por momentos los personajes hablan con una jerga claramente anclada al contexto argentino actual, con insultos y sutiles referencias autóctonas. Sin embargo, esto no se mantiene a lo largo de toda la obra ya que en otras ocasiones los diálogos son más propios de una traducción literaria hecha para apelar a cualquier espectador hispanohablante.

Es interesante como la puesta en escena se las arregla para emplear el mantra de “menos es más”, ya que la escenografía se mantiene minimalista y discreta, reciclándose a sí misma para los distintos espacios en donde transcurre la acción. Esta manera de aprovechar los recursos disponibles al máximo también se traslada a los intérpretes. A excepción de Franco Masini, quien encarna al protagonista de la obra, los demás actores hacen varios papeles según la ocasión lo amerite. Uno de los drugos puede ser en la siguiente escena un científico o un sacerdote con un simple cambio de vestuario. Este acotado elenco se completa con Lionel Arostegui, Enrique Dumont, Stella Maris Faggiano, Francisco González Gil, Toto Kirzner, Fran Ruiz Barlett y Tomás Wicz.

Cualquiera que esté familiarizado con el universo de La naranja mecánica sabe que tanto la novela como la película de Kubrick tienen finales distintos, a raíz de la censura que el libro había tenido en Estados Unidos, donde no se incluía el capítulo 21. Es por esta razón que el clásico cinematográfico tiene una conclusión más “esperanzadora” que la de su fuente. Esta versión teatral por su parte, crea un híbrido entre ambas versiones anteriores. No es una adaptación totalmente fiel al libro ni a la película, sino que escoge elementos de los dos, al mismo tiempo que opta por hacer una elipsis de pasajes que no son del todo necesarios para la construcción de la trama. Hay ciertos momentos que están reducidos a pocos segundos por medio de una voz en off que es utilizada inteligentemente en momentos donde no es tan necesaria la exposición en escena. En la segunda mitad de la obra la voz en off disminuye su presencia casi por completo, para regresar hacia el final, el cual es más fiel a la novela de Burgess.

Una de las cosas más llamativas de la obra es lo bien coreografiado que está el movimiento entre escenas. Apenas termina cada una de ellas, los intérpretes rápidamente saben dónde posicionarse, para dónde llevar los distintos componentes de la escenografía y dónde ubicar los que serán necesarios para la siguiente escena. Al no disponer de un telón y que el público pueda ver lo que los actores hacen en todo momento, este movimiento constante le da un dinamismo a la obra que no da respiro y llega casi al frenesí. Claro está que estos movimientos no son casuales y tienen detrás el diseño de Agustina Seku Faillace.

Es importante también tener en cuenta que en cierto modo, durante toda la obra estamos dentro de la cabeza de Alex, gracias a su narración vemos el mundo desde su perspectiva, la cual puede ser repudiada o no, pero sin dudas define su personalidad tan atribulada. Alex DeLarge es un anti-héroe icónico dentro de la cultura occidental, un psicópata elegante que a través de su erudición, su inteligencia y su particular uso del lenguaje (en la obra el nadsat, jerga inventada por Burgess, no está tan presente) nos asquea y fascina al mismo tiempo. Franco Masini tiene el difícil trabajo de encarnar a un personaje que Malcolm McDowell había interpretado a la perfección, pero el actor hace un trabajo más que correcto, dándole una impronta juvenil que por momentos roza la inmadurez, sin perder de vista que en realidad estamos lidiando con una psiquis muy perturbada. Las preguntas sobre el libre albedrío y el control total que puede llegar a tener un estado opresor que utiliza la ciencia a su gusto se formulan constantemente en la obra, de la manera que lo merece una historia de este calibre. Por estas razones, el teatro independiente debe ser revisitado y valorado, ya que pone bajo el foco obras y temáticas que sirven como un golpe en la cara del espectador, un sacudimiento necesario para realizar una introspección personal que termina por replantear muchos aspectos sobre nuestra ética y moral.


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