Crítica: EL PUTO INOLVIDABLE

gusPor Gus Casals

Hay un momento, promediando El puto inolvidable, en el que caemos en la cuenta que no solo el sujeto del documental, el pionero activista LGTB Carlos Jáuregui, está muerto, sino también muchos de los personajes clave que lo acompañaron: su hermano, sus amantes, compañerxs de activismo y hasta rivales políticos. La memoria no documentada se desvanece y distorsiona, y si queremos mantenerla, necesitamos registro.

Este motivo nada más haría de este film de Lucas Santa Ana una obra imprescindible, pero afortunadamente logra ser mucho más que un necesario testimonio, logrando tocar fibras emocionales que van más allá del dolor por quien ya no está.

Planteado como una historia oral disparada por Gustavo Pecoraro, quien guionó y narra la película, vamos escuchando testimonios de los compañeros de aquella época, quienes sucesivamente se van sumando a su cruzada, y quienes coinciden en sentirse inspirados por la energía, rabia, optimismo y espíritu de lucha de Carlos. Todo esto se apoya con abundante material documental, mucho del mismo televisivo, de principios de los noventa, cuando Jáuregui se transformó en un referente mediático, uno de los mejores con los que contó la comunidad de varones gays en primera instancia, que fue sumando a las lesbianas, y como bien se señala, a la comunidad travesti (importantísimo testimonio grabado de Lohana Berkins al respecto, una de las tantas que ya no está). Estas apariciones televisivas sirven además como catártico catalizador de risas y abucheos, por lo menos en la función de estreno en el Festival Asterisco, llena de contemporáneos que podían decodificar a la perfección lo que nombres como Grondona o Quarracino significaron.

El documental tampoco es una hagiografía: si bien se le da la dimensión influyente y casi heroica que Jáuregui amerita, también se muestra, contextuada, su ambivalencia ante la posibilidad de revelar su seropositividad en el momento que era uno de los temas más candentes.

El centro de la narración es Pecoraro, con mucho del humor sumado al rigor histórico aportado por Alejandro Modarelli, la honestidad emocional de Alejandra Sardá y Marcelo Ferreyra, y la imprescindible Ilse Fuskova, que probablemente amerite un documental propio que acompañe a este en la educación de activistas y beneficiados directa o indirectamente por ese activismo.

Resumiendo, una película necesaria, pero también una buena película, una que se disfruta.

9 de 10


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