Crítica: El cruce sobre el Niágara

15/5/17

Por Guadalupe Farina

Quizá uno de los mayores méritos –tiene muchos- de El cruce sobre el Niágara sea su simpleza. La obra, cuya dramaturgia pertenece al peruano Alonso Alegría, no se propone contar la historia de una gran gesta, como lo es el cruzar la catarata más alta del mundo. El foco está puesto, en cambio, en algo mucho más pequeño: la relación de confianza que entablan dos fracasados y que los llevará a sortear sus miedos y a, por primera vez, confiar en el otro. O, mejor aún: animarse a tener un otro.

El gran equilibrista Blondin (Raúl Rizzo) descansa en su casa luego de haber cruzado por catorceava vez el Niágara, caminando sobre un alambre, cuando el joven Carlo (Álvaro Ruíz) irrumpe intempestivamente con una misión: provocarlo, sacarlo de su espacio de confort, haciéndole ver que es un producto comercial y que si quiere seguir impactando en su público deberá buscar un desafío aún mayor: cruzar la catarata canadiense con él sobre sus hombros.

Llegado a este punto, es necesario hacer una aclaración: Charles Blondin existió realmente. Nació en Francia en el siglo XIX y, efectivamente, cruzó muchas veces las famosas cataratas. La primera vez, en 1859. En uno de sus cruces llevó sobre sus hombros a Harry Colcord, su agente.

Sin embargo, no es necesario conocer ese dato para entender lo que sucede en escena, porque lo que sucede no es una biografía de Blondin: es un diálogo entre dos hombres que están solos en el mundo y que más allá del éxito que alcanzaron en sus profesiones, lamentan el fracaso de su vida personal que los empujó a esa soledad. Mediante la más que sólida composición de Rizzo, Blondin pasa de ser un maestro equilibrista a dejar caer su máscara y demostrar que bajo su talento se esconde la realidad de un hombre lleno de inseguridades y miedos. Con una actuación destacada, el Carlo de Álvaro Ruíz comienza a derrumbarse: se presenta como un joven seguro y lleno de ideas, para terminar mostrando su fragilidad más absoluta.

Por otra parte, el planteo intimista de la puesta de Eduardo Lamoglia está excelentemente logrado desde el diseño de luces, que juega con los tonos ocres y la semipenumbra. Desde la composición escenográfica, con muebles raídos y sogas colgando del techo, se subraya el mundo decadente en que se mueven los dos personajes. La puesta de luces y la intensidad de las actuaciones durante el clímax, que en esta obra está casi junto al desenlace, son el corolario de una obra por la que vale la pena ir al teatro un domingo a la noche.

La obra se presenta los domingos a las 20.30 hs. en El Tinglado, Mario Bravo 948.


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