TEATRO: Reseña de ‘LA TRADUCCIÓN (PRUEBA 8)’

Por Matías Vitali
Fotos Ailén Garelli

Definir y clasificar a esta obra es prácticamente imposible, quizá porque en realidad es una experimentación. Precisamente forma parte de un laboratorio escénico llamado “Proyecto pruebas”. Esta es la número 8 y se ocupa de reflexionar, como su título lo indica, sobre el hecho de traducir. ¿Cuán fiel puede ser esa traducción con respecto de la pieza original sin caer en omisiones o recortes contaminados por la propia mirada sesgada? ¿Se puede traducir sin condicionar(se) en el camino? 

El tema de la obra puede ser algo urticante: por un lado, es interesantísimo como disparador de reflexión de todo un arco de cuestiones más complejas que tienen que ver con la semántica y la dialéctica. En tiempos de posverdad, de fake news o de la absurda discusión de si está bien o mal usar la letra “e” como lenguaje inclusivo, resulta necesario cuestionarse aquello que recibimos o percibimos y evaluar qué tan sagradas u obedientes deben ser las palabras ante la Real Academia Española. No entender a la lengua como una construcción viva y latente, sensible de ser modificada ante las evoluciones y necesidades de las sociedades, es absurdo y poco empático. En este sentido, entonces, el dilema que plantea la obra resulta urgente e indispensable. Sin embargo, por otro lado, la pieza puede pecar de ser algo snob y de dejar afuera a un público al que bien podría llegar si se despojara de algunas pretensiones intelectuales internacionales más relacionadas quizás a una obra europea o participante de festivales. Es decir, por momentos la dramaturgia pareciera tener como destinatario solo a un pequeño y selecto grupo académico consumidor de un teatro enajenado. 

No obstante, la obra es magnífica, alucinante y destacable. Diferente a todo. Una proeza teatral pocas veces vistas. Una aventura dramatúrgica que bien podría ubicar a La traducción en lo más alto del ranking de las mejores obras del año. Feldman crea una verdadera experiencia teatral en su doble rol como dramaturgo y director. Con un altísimo presupuesto excelentemente ejecutado, une todas las piezas del montaje con maestría. Es imprescindible el diseño estético del sonido, la escenografía, el vestuario y la iluminación. Todas esas disciplinas colaboran en un todo perfectamente unificado y ofrecen una travesía visual y sonora de lo más elevada.

Todo ello sería imposible sin el equipo actoral que hace uno de los trabajos más desafiantes que se han visto. Durante casi tres horas, es imparable el ritmo que manejan, desmesurada la cantidad de texto memorizado y gigante el esfuerzo vocal y físico. Hacia el final de la obra, los actores y las actrices ya casi no tenían voz y llegaron al desenlace con lo último de sus energías. Y esto no significa que no estén a la altura, sino todo lo contrario: el nivel de entrega es total. Cualquiera que haya visto esta obra podrá afirmar con convicción que la valentía actoral que requiere esta pieza cumple con creces la expectativa. Los intérpretes, más que actores, parecieran deportistas expresivos de alto rendimiento. Están fuera de toda órbita. 

La discusión de si la obra es larga o no para mí es irrelevante. Si una obra vale la pena, ¿por qué sería tan indispensable recortar? Dura unas tres horas, es cierto, pero el tiempo escénico es una ilusión y dependerá de cada uno calificarla de larga o no, de acuerdo con la vivencia y la conexión personal con lo ofrecido. De todos modos, en la era enloquecida de tik-tok, Netflix y Twitter, ¿cómo podemos hacer para frenar la hipnosis esclava a la que nos someten las plataformas de lo rápido y lo exprés y aceptar ver una obra de dicha duración sin reprocharla? Es trabajo de cada individuo cuestionarse por qué algo le resulta extenso o largo, teniendo en cuenta que las definiciones de entretenimiento varían de acuerdo con las sociedades y las épocas. Basta con pensar en las obras de la Edad Antigua, como en los orígenes griegos cuando un espectáculo iba desde el mediodía hasta el atardecer, para darnos cuenta de que la percepción de la duración de un material es completamente relativa. 

Pero sí sucede algo al respecto y es que, al regresar del intervalo, la sobreestimulación que venía siendo arrolladora es de pronto frenada y los ojos comienzan a observar todo ese tramo final con algo de desencanto. Como si esos minutos de intervalo rompieran un hechizo del que cuesta luego reponerse. Ese último acto sí sucede en el borde del cansancio y la repetición. Sin embargo, la escena final nos regala uno de los momentos más agradecidos de la obra y que más se acercan al núcleo de la problemática que plantea el autor: la distorsión de las cosas. 

Una obra rupturista, generadora de efectos dramáticos nuevos, pensada en cronología vertical y no horizontal, desafiante tanto para quienes la ejecutan como para quienes la observan. Un material que nos obliga a pensar y cuestionar la forma de percibir la realidad, interpelándonos para no descansar sobre una primera lectura de los hechos, exhortándonos a abrir y despejar más y más capas sobre lo que nos rodea para no caer en la estafa, para no ser engañados y ser presas fáciles de la desinformación. Es una obra monumental, totalmente recomendable y que incluso la podemos ver a un precio muy económico. Aunque por momentos dé otra sensación, tiene un importante sello nacional y resulta una opción imperdible, sobre todo, por lo magnánimo del trabajo actoral y su rutilante dirección.

9 de 10

Jueves, Viernes, Sábado y Domingo 20 h. Teatro Nacional Cervantes (Libertad 815. CABA). Entradas: $600.

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