Por Sergio Héctor Misuraca
Desde los orígenes más prehistóricos, entre ritos y ceremonias que despertaban conciencia entre los seres humanos de la importancia de las relaciones sociales y la comunicación hasta el teatro antiguo, nacido en Grecia, entendido como arte dramático cuya principal función era la transmisión de valores, la catarsis y la obediencia a los dioses, la teatralidad ha sido siempre una actividad social. Al menos hasta ahora.
El teatro es comunidad. Y esa comunidad se genera entre los actores, intérpretes de una realidad ficcional y el público, que tiene a cargo el clima de la obra. Es el público el que aporta la energía que los actores necesitan en el escenario. Son sus risas, sus silencios, sus incomodidades, sus aplausos, los verdaderos termómetros del hecho teatral.
Es la interpelación, la transformación cultural, el entretenimiento y la reflexión, las principales consecuencias de la interacción entre el artista y su público observador.
El teatro no es un espacio físico. Es una instancia de creación que puede darse en cualquier ámbito. No está atado a tres paredes, un escenario y un telón. Eso sería reduccionista y circunscribirlo a meras cualidades arquitectónicas.
En mi experiencia como capacitador he creado infinidad de hechos teatrales en espacios poco convencionales y con alumnos que no eran actores. Algunos de esos momentos fueron mágicos y memorables.
Puede faltar un espacio, puede faltar incluso formación artística, puede faltar técnica, lo que no puede faltar es público. Lo que no puede faltar es el aplauso final. El teatro es el público, no quienes lo interpretan.
La pandemia ha arrasado al mundo con la fuerza de un tsunami y con él se ha llevado nuestros sueños, nuestros proyectos, nuestros hábitos y costumbres. Nos ha obligado a ubicarnos en un aquí y ahora, incómodo. Nos ha quitado el futuro, o al menos nuestra capacidad de pensar en él. Nos sacó de nuestra zona de confort y nos ha puesto en evidencia con nuestros peores miedos, nuestras ideologías, nuestros intereses y frustraciones. Las máscaras se han caído y ya no hay personaje que interpretar.
Es en este contexto de incertidumbre en el que se encuentra el teatro. Preguntas sin respuestas. ¿Cuándo podré volver a actuar? ¿Cómo será la nueva normalidad teatral? ¿Qué opciones tendrá el teatro independiente, tan limitado en recursos como en espacios que puedan adaptarse a las exigencias de la pandemia? Y la pregunta que todos nos hacemos y nos lleva a reinventarnos ¿Cómo sobrevivir mientras tanto?
Esta última pregunta llevó a que muchas compañías que ya tenían filmadas sus obras las pusieran a disposición del público. A veces gratis, a veces a la gorra virtual, otras pagando un valor por debajo del mercado. Las hay de todo tipo, las que tuvieron todo el capital a su alcance para generar un producto digno de observar, a cuatro cámaras, con primerísimos planos y hasta con efectos y las que fueron grabadas a pulmón desde la última butaca del teatro, en la que viéndolo a la distancia, sentado en el sillón del living, el espectador no puede dejar de preguntarse ¿ qué demonios habré hecho para merecer semejante castigo?
He visto varias obras en formato virtual durante esta cuarentena. Las ofrecidas por timbre 4, las del Cervantes, las de Teatrix y las que llegan de la mano de la prensa independiente. Entre ellas puedo mencionar Emilia, Nada del amor me produce envidia, El método arquímides, La fiesta del viejo, Lord, la desgracia, Teoría King Kong, Como quien oye llover, Ensayo sobre la Gaviota, entre otras. En algunos casos obras que volví a ver y en otras, por primera vez.
En todos los casos me pasó lo mismo. No me atravesó el cuerpo. Sentado frente al televisor, completamente a oscuras, sin tener que callar a nadie y con el poder que me da la pausa del control remoto, el hecho teatral se evaporó ante mis ojos para convertirse en otra cosa. No era una película, no era un programa de televisión, era la sensación de estar viendo de afuera lo que otros habían disfrutado desde adentro.
No se trata de un producto televisivo al que podemos calificar de “teatral”, como lo fue “Atreverse” en los 90. Es una obra de teatro televisada.
No. Definitivamente no podemos acostumbrarnos a esto. La virtualidad sólo satisface el ego que nos pide mostrarnos, pero excluye al público del encuentro. Y también le quita al actor su termómetro natural.
Si esto es la normalidad a la que tenemos que habituarnos, la virtualidad teatral tiene la semilla de su propia negación. Hoy muchos tratamos de sobrevivir en la virtualidad, pero esto no significa que podamos reemplazar el contacto humano por una pantalla.
Somos en la medida que le damos existencia a nuestro ser social. Hoy simplemente somos aquello que recordamos de nosotros mismos, contradiciendo nuestra propia naturaleza.
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Un porqueria ver asi teatro. Buena nota